En marzo de 2002, las siete “majors” que desde finales de los 80 dominan la industria estadounidense del cine decidieron fundar un consorcio para unificar criterios y acciones ante el nuevo marco legal (o la ausencia de uno específico) derivado del desarrollo de las tecnologías digitales en el ámbito audiovisual, tanto a nivel de broadcasting como de derechos de reproducción. Este consorcio, formado por Fox Broadcasting Company, MGM, Paramount, Sony Pictures Entertainment, Universal Studios, Walt Disney Pictures y Warner Bros., recibió el explícito nombre de Digital Cinema Initiatives (DCI de aquí en adelante).
Con dos motivaciones muy concretas, la de evitar la piratería y la de reducir drásticamente los gastos de distribución de los largometrajes comerciales, los integrantes del DCI acordaron en 2005 una decisión que modificaría para siempre el cine tal y como se lo conocía hasta la fecha: el tránsito innegociable del soporte analógico (la bobina de celuloide de 35 mm, empleada de forma sistemática durante un siglo) al digital. Inicialmente se determinaron una serie de especificaciones técnicas relativas a formatos de audio y vídeo (formatos, NO soportes), que, en resumen, se limitaron a tres recomendaciones: una resolución mínima de 2.048 píxeles por línea (lo que equivale a una resolución de 2K), una cadencia de 24 a 48 imágenes por segundo y una profundidad colorimétrica de 12 bits.
Estas especificaciones derivaron muy pronto en la necesidad de instaurar un sistema (sistema, NO soporte, NO formato) de almacenamiento y reproducción. De ahí nació el DCP, acrónimo de Digital Cinema Package. El DCP se ha convertido en el sistema empleado por realizadores, productoras y estudios para la difusión de largometrajes en festivales y salas comerciales, y ha relegado al olvido al tradicional rollo de celuloide, que, si bien sigue empleándose, ha quedado relegado a aplicaciones muy concretas y a salas específicas (IMAX, Phenomena, clubs cinéfilos, filmotecas…).
No, el DCP no es un formato
Habida cuenta de la confusión existente al respecto, debe insistirse en que el DCP no es un formato ni un soporte, sino un sistema de empaquetamiento digital de archivos. Esto significa que quienquiera que desee enviar una copia de una película a una sala comercial o a un festival debe hacerlo siguiendo escrupulosamente estas indicaciones:
- Audio y video en archivos separados y en formato MXF,
- Archivos auxiliares de índice (subtítulos, programación de pistas (CPL), número de canales de audio…) en formato XML,
- Soporte físico compatible con los proyectores DCP que actualmente equipan la gran mayoría de salas comerciales.
En otras palabras, si alguien ha registrado un metraje (corto, medio, largo…) por cualquier método y quiere hacerlo llegar a salas y/o festivales, debe recurrir a un laboratorio que convierta todo su contenido en archivos empaquetados en DCP. (Existe la posibilidad de hacerlo «en casa», pero ello implica una serie de requerimientos en conocimientos técnicos y en equipos que no son comunes: además, se recomienda grabar el DCP en discos duros compatibles con el sistema de archivos extendido ext3, básicamente porque la mayoría de servidores de cine digital operan con LINUX).
Esto supone cambios de una magnitud importante en las rutinas de distribución. Pongámonos en la piel de un realizador o de la productora que asume los gastos de distribución: antes tenía que llevar su película a un laboratorio para que se la transfirieran a carretes de celuloide de 35mm, teniendo en cuenta que los subtítulos para su difusión en distintos idiomas implicaban una nueva copia para cada pista. Actualmente un solo DCP puede incorporar TODOS los subtítulos imaginables, ya que cada idioma se incrusta en un archivo XML sin coste añadido.
El ahorro que esto supone es radical. Al no requerirse un soporte físico para almacenar una película, las compañías pueden enviar a las salas sus DCPs en discos duros -infinitamente más manejables que un arsenal de bobinas-, o incluso albergarlos en servidores para que los “proyeccionistas” los descarguen a su proyector. Además, pueden implementar un sistema de protección de los archivos -los llamados KDM, “Key Delivery Message”- que ni siquiera debe estar incluido en el DCP, sino que pueden enviarse directamente por mail a cada responsable de la reproducción comercial de la película. Esto reduce al mínimo las posibilidades de pirateo, o al menos las de que circulen copias piratas provenientes de clones de los archivos empaquetados: al pirata sólo le queda la opción de entrar en la sala comercial y grabar la película con su celular, lo que significa que las copias piratas serán de una calidad técnica infame.
Pero no sólo las rutinas de almacenamiento y de distribución han cambiado: también las de los profesionales encargados de la proyección. Hasta hace un decenio, el proyeccionista recibía sus rollos de celuloide y debía ser muy hábil en el proceso de empalme de las cinco bobinas (de media) en que venía almacenado el film para que el espectador no notara la limitación inherente al soporte. (En el caso de las salas IMAX o de cualquier otro establecimiento que trabajara con bobinas de 70mm de ancho en lugar de los 35mm convencionales el proceso resultaba, y resulta, aún más complejo.) En la actualidad, un proyeccionista tiene más de experto en informática que de artesano. Son los tiempos que corren, y los profesionales que no han sabido actualizarse han corrido un destino paralelo al de los diseñadores gráficos que no supieron evolucionar de las cuatro planchas de fotolito al PDF.
De otra parte, el archivo digital es inmune al paso del tiempo, por lo que las impurezas, cambios de luminosidad y otras degradaciones que afectaban al celuloide debidas a la manipulación y a los factores ambientales han pasado a la historia. Conceptos como “copia” y “film” no son más que herencias del pasado.
¿Todo son ventajas?
Evidentemente, el tránsito A/D implicó unos costes extraordinarios para la gran mayoría de salas comerciales. Muchos cines no pudieron asumir la inversión requerida, por lo que, bien desaparecieron, bien trataron de adaptarse al reducido nicho de mercado que quedó libre para las copias en celuloide. Para tratar de hacer más llevadera la reconversión (permítasenos el eufemismo), a los señores (eufemismo dos) del DCI se les ocurrió una solución: el llamado VPF o “Virtual Print Fee”, es decir, la tasa de la copia virtual. Para ello, participaron de la inversión en equipamiento de las salas aplicando una tasa por cada película distribuida, algo similar a lo que sucede con los peajes de las autopistas: las concesionarias acceden a pagar parte del coste de implementación a cambio de que los usuarios financien parte de la inversión. Desgraciadamente, como es de ley en cualquier transacción capitalista, el pez grande vive del pez chico: no son pocas las salas que consideran ya más que amortizados los gastos de inversión de las compañías cinematográficas y piden la justa cancelación de la tasa VPF. Pero, como es obvio, Disney o Paramount tienen tanto en común con una ONG como un fondo buitre o la iglesia católica.
No sólo los propietarios de salas comerciales tienen algo que alegar al respecto. También algunos realizadores se han mostrado abiertamente hostiles a la implementación masiva del DCP. Algunos de los más activos en sus protestas son Christopher Nolan, Quentin Tarantino o Martin Scorsese: no estamos hablando precisamente de directores underground, por lo que sus observaciones merecen, cuanto menos, una reflexión. La militancia anti-DCP más activa es la de Nolan, que considera -no sin razón- que el estado de cosas favorece la reproducción masiva de películas en una resolución media de 2K, muy lejana a los estándares de calidad de algunos de sus últimos films. Nolan intentó que su película Dunkerque (2017) fuera exhibida por el mayor número de salas con proyectores de 70mm posible, lo que favoreció que algunos expertos del sector audiovisual realizaran el pertinente test comparativo, dando la razón al director de «Memento».
De otra parte, hay un aspecto del DCP que resulta particularmente perturbador: la posibilidad de que las distribuidoras alteren el contenido de la proyección en fecha posterior al estreno. Recuérdese el reciente caso de Cats (2019), adaptación cinematográfica del exitoso musical de Andrew Lloyd Webber. Al parecer el film, dirigido por Tom Hooper (quien ya había realizado para Universal la adaptación del musical Los Miserables en 2012), adoleció de problemas de retraso en la fase de posproducción que llegaron al extremo de que la noche previa al preestreno todavía se trataran de perfeccionar los efectos especiales de algunas escenas. Cuando la película se exhibió en las salas comerciales los descuidos tecnológicos se evidenciaron de tal magnitud que la propia Universal corrigó los defectos sobre la marcha y a los pocos días obligó a los cines a sustituir los DCPs presentados inicialmente por otros nuevos. Esto no modificó sustancialmente la percepción de público y crítica -la acogida fue desastrosa-, pero dio pistas acerca de las políticas que los estudios cinematográficos podrían adoptar de ahora en adelante: la posibilidad de “actualizar” sus producciones infinitamente a un costo mínimo, medida que hubiera resultado impensable en los nada lejanos tiempos del celuloide.
La insólita medida, anunciada por Universal el mismo día del estreno, lleva a la reflexión: ¿se terminaron los tiempos en que director y público concebían la “película” como algo acabado, como una obra de arte o un producto completo? Cierto que las desavenencias entre productores y realizadores generaron desde hace décadas la proliferación de las versiones “Director’s Cut”, pero lo que se percibe en ciernes tiene otras implicaciones: los espectadores que visionen un film el día de su estreno podrían tener una percepción del mismo completamente diferente de quienes acudieron a la actualización enviada a las salas al tercer mes, pongamos por caso. No diremos que de ahí a la eliminación de las salas comerciales y su sustitución radical y absoluta por plataformas de streaming medie sólo un paso, pero la inquietud entre los cinéfilos tiene fundamento. Por no hablar del contenido personalizado «a la carta»: si los fanáticos del videojuego Sonic forzaron a Paramount a cambiar el diseño del legendario erizo de SEGA en la adaptación cinematográfica (Sonic, la película en España), ¿llegará el momento en que el público haga lo propio con los desenlaces de las películas? El ejemplo de los fans de Game of Thrones, la popular teleserie de HBO, resulta ilustrativo por lo que tiene de violento rasurado de las barbas del vecino. Resulta del todo comprensible que algunos creadores tengan la mosca tras la oreja y el balde con agua cerca del cuello.
Nota final
Habrán comprobado que este artículo no pretende ser una proclama del state of the art, por lo que se ha evitado todo tecnicismo que no sea estrictamente necesario para el desarrollo del tema. Trataré de responder lo antes posible cualquier observación o esclarecimiento terminológico. (Imagen de apertura: cine japonés en un centro comercial. Fuente: https://www.inavateapac.com/).
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